Yo no sabía leer por entonces, pero gracias a la buena prensa que hacía mi abuela, al menos sus amigas quedaban asombradas que una niña de cuatro años leyera de modo correcto, “sin alambrados”, como decía mi abuela cada vez que escuchaba a otros niños leyendo con suma dificultad. La nena lee muy bien, decía ella con gran orgullo cada vez que venían de visita sus amigas: – a ver m´ija, demuestre lo que sabe, y yo como una consumada actriz, corría a buscar el libro y colocándolo entre mis manos iniciaba la lectura; alguna poesía….
nieve que cortas patitas, por qué eres mala?
Yo no soy mala, mala es la muerte que me mata a mí,
expresaba yo tal como si estuviese repitiendo algún monólogo de Antígonas o Yerma, porque no sólo se trataba de una simple lectura, sino que también había que teatralizar la expresión que en ocasiones me demandaba buscar un vestuario adecuado. A veces, a pedido del público adulto, podía finalizar mi actuación con un poco de humor y entonces, buscando en la página apropiada apelaba al ingenio con aseveraciones tales como:
“en un cuartito oscurito, duermen cinco pobrecitos”,
y tras la respuesta adecuada, la nena se retiraba del proscenio y a jugar con mi hermano y otros niños: subir a los árboles, atajar penales, preparar comiditas para las muñecas, ajustar bien la masilla en el interior de los autitos para que no se dieran vuelta en la larga pista que rodeaba al jardín, inventar fórmulas que amenazaban explotar en cualquier momento o salir de prisa a curar a ese muñeco que a más de uno hacía decir que ello presagiaba mi futuro como médica.
Ninguna de aquellas actividades me impedía recolectar el material para mis lecturas. Escuchar, atender y repetir, eran las acciones que me permitían ser el orgullo de mi abuela. Cualquier cosa que leyesen los adultos delante mío, era posible que lo incorporara al repertorio, si me resultaba interesante por supuesto. Así había aprendido párrafo por párrafo los cuentos infantiles y si la temática lo demandaba, comenzaba a llorisquear ya en las primeras frases, pero al llegar al final ya conocido, secaba las lágrimas y a jugar a otra cosa.
Sin duda quien más debía sufrir por mi costumbre de escuchar, atender y repetir, era mi hermano con quien nos separaban tres años. Él ya sabía leer por entonces pero no lograba memorizar las poesías que figuraban en su libro de lectura. Yo escuchaba atentamente mientras él repetía una y otra vez, pero al momento que mis padres querían comprobar su aprendizaje, la memoria de mi hermano fallaba y entonces se escuchaba mi voz repitiendo de corrido:
“gato con botas salió de paseo,
gato con botas, salió a pasear,
erguidos mostachos, espada y demás…”.
Junto a la lectura, había otra actividad que demandaba mi atención. De lunes a viernes por la mañana, mi padre era el contador de un banco, pero a la tardecita, a veces a la noche y los fines de semana se dedicaba a otra actividad que, cuando adulta, me di cuenta era lo que le permitía soportar la monotonía del banco. Era músico y no “de oreja” como decían de otros, él había estudiado música, armonía y composición con profesores importantes, pero claro, con la responsabilidad de una familia, la música no aseguraba un bienestar. Así es que primero estaba el banco y luego el grupo de jazz que también tenía su bien ganada fama en la ciudad. Como la mayoría de las veces ensayaban en casa, me acostumbré a escuchar blues, foxtrot y los inicios de la bossa nova. Louis Armstrong; Charly Parker, Cole Porter, Oscar Alemán o Jobin, pasaron a ser nombres que mi memoria registraba sin dificultades. De igual manera, si el ensayo era en otro lugar yo partía con papá que cargaba sus partituras y la trompeta reluciente.
Nadie me obligaba a escuchar los ensayos, pero salvo que estuviese enferma, siempre tenía asistencia perfecta. Casi igual que Jorge, pero nuestros comportamientos eran diferentes. Lo conocí cuando mi padre necesitaba incorporar un guitarrista a su banda de jazz y un día apareció en el ensayo un hombre alto y flaco, pelo negro y rostro muy pálido, su padre. Siempre vestía ropas oscuras y era muy raro que sonriera. Era uno de los primeros en llegar y por unos momentos, hasta que llegaba el resto y dale que dale a los cigarrillos, sentía el olor de un perfume suave que hacía pensar que ambos acababan de bañarse. Por las conversaciones de los adultos me enteré que cuando Jorge tenía alrededor de dos años, su madre se fue con un viajante. Jorge quedó con su padre que trabajaba en una ferretería a la cual había ingresado siendo cadete, casi en la misma época que inició sus estudios de música. Sin duda que fue por sus conocimientos que mi padre lo incorporó en el grupo, pues él siempre decía que un buen músico no se improvisaba, hacía falta estudio y mucha emoción. Al verlo por primera vez al padre de Jorge, cualquiera se podría preguntar dónde tenía la emoción ese hombre pues su aspecto exterior no delataba ningún tipo de sensibilidad, pero, papá no se había equivocado, a los pocos segundos de iniciar el ensayo su fisonomía iba cambiando lentamente y la guitarra parecía que se integraba al cuerpo del padre de Jorge y los ritmos y sonidos se volvían plenos de sentimientos. Él siempre decía que todo eso se lo debía a papá pues había sido el único que se sentó a escucharlo y le permitió sacar lo mejor de sí cada vez que apoyaba sobre sus rodillas el instrumento.
Ya dije que no me perdía ningún ensayo y tampoco permitía que me negaran la posibilidad de participar en él. Si era invierno y el ensayo en otro lugar, mamá me abrigaba con una bufanda, guantes, una campera de lana gruesa, botitas y partíamos con papá. Lo mismo sucedía con Jorge. Siempre llegaba de la mano de su padre, pero a diferencia de mi caso, Jorge no tenía otra opción: debía acompañar a su padre pues en su casa no quedaba nadie. Vivían ellos solos desde que se había marchado la madre. También diferían nuestros comportamientos. Si el ensayo era en casa, yo entraba y salía de la habitación, o me sentaba arriba de un escritorio que estaba contra la pared y donde papá trabajaba por las noches escribiendo las partituras para cada instrumento; en algún descanso, ante la insistencia de alguno de los integrantes del grupo, traía mi libro y leía y todos terminaban asombrados y sonriendo. Si el ensayo se extendía y me empezaba a aburrir, salía al patio a jugar con mi hermano y sus amigos; entonces dejaba la música y me subía a los árboles, jugábamos a la escondida, inventábamos fórmulas hasta que llegaba la hora de la cena y luego, a dormir. A pesar que siempre lo invitábamos a Jorge para unirse a nuestros juegos, él jamás aceptaba. Llegaba con su portafolio, sacaba sus cuadernos y hacía los deberes. En ocasiones yo me daba cuenta que él nos miraba mientras jugábamos, pero nunca se integró con nosotros. Hablaba muy poco, lo preciso, como cuando mamá le acercaba una taza de café con leche con galletitas, sólo expresaba un lacónico y formal: – muchas gracias señora. Por aquella época Jorge debía tener entre 9 y 10 años.
Casi a fines del ´60 mientras papá y su grupo ensayaban para la fiesta de fin de año, me llamó la atención no ver a Jorge ni a su padre. El nunca faltaba ni aun cuando la gripe lo tuviese mal. Fue allí que escuché la causa de la ausencia. La madre de Jorge había reaparecido y quería llevarse al niño a Mendoza donde ella vivía aún con el viajante. Todos decían que eso era injusto porque a Jorge lo había criado su padre haciendo de madre y padre, cuidándolo cuando estaba enfermo, llevándolo y buscándolo en la escuela; le lavaba y le planchaba la ropa y todo eso sin dejar su trabajo en la ferretería y no faltar nunca a los ensayos del grupo de jazz. Después me enteré que Jorge se había ido con su madre y el guitarrista comenzó a faltar a los ensayos. Al año siguiente el invierno se hizo sentir como nunca; nieve, heladas y al padre de Jorge lo atacó una neumonía por lo cual hubo que internarlo en el hospital y allí murió.
Mientras tanto, yo asistía a la segunda sección de jardín y continuaba aprendiendo no sólo las poesías que le enseñaban a mi hermano sino también las que me enseñaban en el colegio, hasta incluir en mi repertorio esos poemas con picardía que escuchaba a mi abuelo. De Jorge no supe más nada y un par de años después, papá tuvo que dejar su grupo de jazz pues le aumentaron las responsabilidades en el banco y ya no tenía tiempo para los ensayos.
Con los años, seguí conservando mi memoria para repetir textos, estudié música, aunque en el futuro me serviría como un idioma más pero no practicaría ningún instrumento. Mi hermano terminó la secundaria y comenzó la universidad; tres años después recorrí el mismo camino, aunque en carreras diferentes. A veces me acordaba de aquél…»nieve que cortas patitas…» o, “gato con botas salió de paseo” y la adivinanza… “en un cuartito oscurito…”, pero como ya no tenía cinco años ni estaba mi abuela para hacerme sentir importante, sólo sonreía y continuaba con mis cosas.
A los 19 años había cambiado el ritmo del jazz por las canciones de Violeta Parra, Serrat, los Quilapayún, Víctor Jara y Sui Géneris. En lugar de la historia del gato con botas que salió a pasear, había aprendido aquella otra que hablaba de los salares de Iquique y cantaba…
“vamos mujer, partamos a la ciudad
todo será distinto
no hay que dudar…”
Y la nieve que cortaba las patitas se volvió poemas de Neruda, aventuras cortazianas, visión feminista en Simone de Bouvoir y hasta llegué a la Náusea sartreana entremezclada con historias, cuentos y ensayos leídos en las páginas de Crisis.
Era a mediados del ’76 y el frío se colaba en el viento helado para el cual no parecían bastar ni la bufanda, ni los guantes, ni el gamulán ni las botas. Ese día terminamos temprano el práctico de psicopatología y decidimos dejar para el día siguiente la preparación del parcial de clínica I. Cuando llegué al departamento encontré al resto de mis compañeras sentadas en la cocina, todas en silencio y cabizbajas. Como de costumbre intenté hacer alguna broma, pero no tuve respuesta. Cuando iba a insistir haciendo otra payasada observé que por la puerta que daba a la escalera que finalizaba en mi cuarto, entraba un hombre vestido de verde, con un casco del mismo color y sostenía un fusil que, dado mi ignorancia sobre el tema, no podía determinar sus características. El hombre preguntó quién ocupaba esa habitación y mirándolo con asombro y toda la rebeldía y bronca que sentía por aquellos días, respondí: – yo; mientras percibía que del lado del comedor que comunicaba a otras habitaciones aparecían otros con vestimenta similar. Sin decir ni una sola palabra, el que había preguntado pasó a mi lado, me observó detenidamente y salió junto con los otros. En cuanto se fueron, yo corrí a mi habitación y encontré papeles revueltos y mezclados sobre mi cama. Todo el contenido de unas cajas donde yo guardaba apuntes de clase, fotocopias de textos de las distintas materias, aún de aquellas que ya había aprobado; recortes de diarios y panfletos de esos que nos entregaban en la facultad, o en el comedor, junto a los otros que preparamos para la elección del centro de estudiantes donde con gran satisfacción por nuestra parte, sacamos la minoría. Sobre el piso, abiertos, con algunas hojas sueltas, habían tirado los libros que estaban en la repisa junto a los muñequitos que me regalaba el enamorado de entonces. La ropa que estaba en los placares también había sido revuelta. No sabía lo que buscaban, pero poco importaba tener la certeza de algo por aquellos días. En ese instante tuve la impresión que nada de lo que estaba allí me pertenecía; otras manos, otros ojos habían manoseado mis cosas y por supuesto que sentí mucha bronca y más tarde, no pude dormir pues a cada instante sentía pasos que se acercaban a la puerta.
Al día siguiente en un recreo de la clase de técnicas proyectivas, mientras yo comentaba con unos amigos acerca del allanamiento en el departamento, se me acercó Rita, una compañera con quien no tenía demasiada amistad y llamándome aparte me entregó un papel. Cuando lo vi me di cuenta que era uno de los panfletos que nosotros habíamos preparado para nuestra campaña del centro de estudiantes y atrás del cual yo había escrito unos números. La miré sin entender cómo era que ese papel había llegado a sus manos.
- Me lo dio alguien que te conoce- expresó
- ¡Este papel estaba con mis cosas! – agregué con asombro- ¿quién te lo dio? – le dije mientras sentía como me subía un calor a la cara.
Ella sonriendo como si fuese algo muy natural agregó:
- quien me lo dio, me pidió que te repitiera unas palabras que vos identificarías, me dijo, a ver…son medio infantiles, espera que encuentre el papel donde las anoté…si, acá están….
“nieve que cortas patitas…
por qué eres mala?
Yo no soy mala
Mala es la muerte
Que me mata a mí…”
Yo la miraba asombrada y casi sin entender a dónde quería llegar Rita que continuó con otra poesía…
“gato con botas
salió de paseo
gato con botas
salió a pasear…”
- ¡¿De dónde sabés eso?!
- Ya te dije, alguien que te conoce me dio ese panfleto que…es tuyo ¿no?
- ¿Por qué?
- Le dijeron a él que era tuyo….
- Decime el nombre- dije mientras apretaba los dientes.
- ¡No te acordás delante de quien repetía esos versos una niñita de cuatro años que tenía una abuela que les hacía creer a sus amigas que su nieta leía…ah! también me dijo que tu papá era músico de jazz y que a su padre lo había ayudado…
Sentí que un frío me recorría la espalda y mi respiración se aceleraba. Rita seguía delante de mí sonriendo casi socarronamente. Mis compañeros ya regresaban del recreo cuando ella dijo:
- ¿Te acordás de Jorge?… es militar y él dirigió el allanamiento en tu departamento…ah…es mi novio.
En ese momento entendí que había algo más malo que la nieve que cortaba las patitas y que el gato ya no salía a pasear pues las calles eran muy oscuras para perderse cualquier pobrecito. Mi abuela ya no estaba para ilusionarme con la ficción y había adultos poderosos dispuestos a no aplaudir mi actuación.