Era una tarde templada en Quilmes. María levantó una de las sillas azul plegables que ocupaban para sentarse en el patio. En un costado de la cochera quedaban otras tres similares.

La primavera se mostraba en los canteros y en el duraznero al igual que en limonero. Ella ubicó la silla de manera que con su mirada podía recorrer todo el patio. Encendió un cigarrillo, aspiró y lentamente fue expulsando el humo. A los pocos minutos se asomó Aníbal. Ella presurosamente apagó el cigarrillo y se levantó para buscar otra silla. Luego de varios minutos en silencio cruzaron sus miradas como adivinado sus pensamientos.

Ella dijo: – tenemos que tomar una decisión.

El cuerpo y el rostro de Aníbal aún reflejaban las huellas de un reciente infarto. 

Cuando llegaron las dos hijas tras andar en bicicleta con amigos, ella les pidió que trajeran las dos sillas azules plegables que quedaban en la cochera. Las cuatro sillas quedaron ubicadas formando un círculo.

El médico había sido determinante en su juicio: no habría una segunda oportunidad y urgía cambiar el estilo de vida. Una clienta de la veterinaria le comentó en días previos, que su hija había ido con su familia a vivir en un pueblo serrano en San Luis. Tras varias situaciones de inseguridad tomaron la decisión por el bienestar de sus hijos, que aún eran pequeños. A partir de ese momento María buscó en internet información sobre el lugar. Con toda esa data intentó entusiasmar a sus hijas y a Aníbal. Con su marido resultó menos complejo que con las niñas. Cambiar la vida urbana en una ciudad en la provincia de Buenos Aires por un pequeño pueblo no parecía muy atractivo, pero la salud de Aníbal era la prioridad.

Pocas semanas después, ella viajó y ver tan cerca la Comechingones la sedujo totalmente. La hija de la clienta resultó una excelente anfitriona y aunque las diferenciaban varios años de edad, en el futuro se convertirían en amigas inseparables. A ambas le gustaba la vida al aire libre, andar en bicicleta, caminar y tras horas de senderismo se animaron con el tracking.

En diciembre pasaron la primera navidad en el pueblo. Mientras les construían la casa frente a las sierras alquilaron una a dos cuadras de la plaza. El verano podría ser una ocasión que influyera en la actitud de sus hijas frente a la mudanza. Al principio ella viajaría de modo quincenal a Quilmes por su trabajo y en el futuro verían como se presentaba el panorama. Con el transcurrir de los meses Aníbal comenzó a mostrar cambios en su fisonomía y en su ánimo. Ella y su nueva amiga se fueron transformando en habituales compañeras en las caminatas.

Al año siguiente se mudaron a la casa nueva. Asomarse todas las mañanas y tener ante su vista a la sierra de los Comechingones era un placer diario para María. Ella durante dos años más continuó viajando a Quilmes hasta que el dueño de una agroveterinaria en el pueblo, le ofreció la dirección técnica del negocio y entonces canceló los viajes a Quilmes.   

El patio de la nueva casa era amplio. En las tardes de verano las sillas eran ocupadas por los amigos en el patio. Las hijas iban formando sus grupos y Aníbal, con los cuidados señalados por el médico, también fue construyendo otra calidad de vida.

Cinco años después, las niñas ya se habían convertido en adolescentes. La mayor inició la secundaria que a las pocas semanas se transformó en virtual por la pandemia. Vivir en un pueblo pequeño otorgaba cierta ilusión e imaginar muy lejana la posibilidad de contagios. Aníbal integraba la población en riesgo, pero el nuevo estilo de vida le otorgaba algunas defensas en su salud. A partir de ello y, como un modo de favorecer su estado anímico, apostaba a su formación de ingeniero en una pequeña cooperativa de vivienda organizada por un grupo de vecinos. Con ese fin, salía a diario desde su casa en su Renault kangoo blanca. María, por su parte, se había ido constituyendo en una respetada veterinaria a quien, en el pueblo, más allá de su tarea profesional, la identificaban por su apego al tracking y su constante dinamismo.   

Ese fin de semana de mediados de enero, junto a su amiga chequearon el pronóstico del tiempo. Las temperaturas preanunciaban una inmejorable situación para subir a los baños naturales en la quebrada.

El domingo, a las 6 de la mañana, mientras sus hijas dormían y en entresueños Aníbal la despedía, ella cargó sus cosas en la mochila azul que usaba en sus excursiones y subió a la Fiat Strada Adventure Doble Cabina color rojo de sus amigas y partieron. Los contornos de la sierra recién mostraban sus colores tras los rayos del sol que lentamente, en momentos más tarde la mostraría con sus colores en plenitud.

Eran pocos los km que separaban al pueblo del sitio donde estacionarían, como era habitual, a la camioneta y luego iniciar la caminata por el sendero hasta la quebrada. Las amigas sonrieron al llegar a los baños al comprobar que, en esta ocasión, habían demorado diez minutos menos. De a poco- se prometieron- irán superando el propio record planificado en dos horas iniciales.

A las 10 hs el sol brillaba a pleno. Las cuatro amigas reían y dialogaban entre ellas mientras arribaron cinco turistas. Intercambiaron comentarios acerca del lugar y luego, cada grupo continuó con sus cosas.

A las 12:30 hs una de las amigas sugirió que era tiempo de comer algo y se dirigió hacia un costado, algo alejado del centro de los baños, donde habían dejado las mochilas con los sándwiches. Otra de ellas fue por las botellas con agua para colocarlas entre las piedras así el agua que bajaba de la quebrada las mantenía frescas. María y la otra amiga quedaron recostadas sobre la planicie de una gran piedra junto a la olla de los baños, mientras el agua se deslizaba bajo sus cuerpos, tornando soportable el calor.   

A las 12:35 se escucharon los primeros truenos que no alteraron ni a las cuatro amigas ni a los turistas. A las 12:40 cayeron las primeras gotas y nadie se alteró. A las 12:45 al ruido de los truenos se sumó otro sonido de una fuerte lluvia. Los cuerpos de las mujeres advirtieron que ya no era el agua que las refrescaba. A las 12:46 el ruido de la tormenta y la crecida se adueñó de la quebrada. Las amigas que habían ido por la comida gritaban a las otras que estaban en el centro de los baños que salieran de allí, pues estaban alejadas del sitio donde estaban las primeras. Los turistas intentaban subirse de modo rápido a otras piedras para salir del lugar de mayor peligro, aunque la crecida ya estaba apropiándose en todo el espacio. María y su amiga intentaban salir del centro de los baños y trepar a otras piedras. A los pocos minutos el ruido de la crecida se unía a los gritos angustiosos de las mujeres y los turistas.

A las 14 hs., mientras el sol volvía a asomarse en la quebrada, una de las amigas logró hallar señal para su celular y se comunicó con la policía del pueblo. Las piedras que rodeaban la olla de los baños habían quedado totalmente ocultas por la crecida. Recién a las 17 hs los rescatistas lograron llegar a la cima de la quebrada y continuaron buscando el cuerpo de María entre el escabroso recorrido del río que bajaba desde la quebrada hasta transformarse en un manso arroyo que atravesaba la ruta por donde habían llegado muy temprano ese domingo las amigas.

A las 20 hs, con los últimos rayos del sol, los vecinos de María se sorprendieron al ver pasar a varios autos que lentamente estacionaron frente a la casa de la mujer. Entre esos autos, la columna la iniciaba la camioneta de la policía y tras ella un pequeño utilitario de donde descendió una joven con la típica vestimenta de los rescatistas. Hablaron con Aníbal quien era el único que se hallaba en la casa.

Esa noche las luces de varios autos alteraron la habitual escenografía de la cuadra del tranquilo barrio serrano. El lunes Aníbal se movilizó en otro auto de amigos mientras su Renault kangoo blanca permanecía frente a la casa.

El martes por la mañana las cuatro sillas azules plegables estaban ubicadas formando un círculo en el espacio trasero de la casa bajo un árbol nativo. El miércoles por la mañana, el círculo con las sillas era un recuerdo. Sólo Aníbal permanecía sentado en la única silla ubicada bajo el árbol. En el tender, alguien había colgado la mochila azul de María que ella utilizaba en el tracking y el pañuelo rojo que usaba en su cuello.     

El sol estaba radiante y las sierras lucían sus habituales colores. Aníbal se levantó, guardó la silla azul plegable y luego subió a su Renault kangoo blanca y partió.             

  

            Graciela Castro

por Graciela Castro

Vivo en Villa Mercedes (S.L) Argentina. Me formé en ciencias sociales y soy docente e investigadora en la universidad pública. Amo las palabras, la música, el arte, la naturaleza y los animales. Apuesto por una sociedad con justicia y dignidad para todxs.

2 comentario en “LAS 4 SILLAS AZULES”
  1. Enorme relato. Los caminos de la vida y sus imponderables. Cada paso que damos debe dejar huella. No sabemos que nos depara el futuro inmediato. Felicitaciones Gra por este atrapante e interesante cuento.

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